JUAN BOSCH: EL TURCO SE LLAMABA…

Por Juan Bosch
En esta historia, el Profesor Bosch narra anécdotas que tienen que ver con uno de los varios viajes que Jose Marti hizo al país. 

Maximo Gomez y Jose Marti en Montecristi República Dominicana previo firmar el manifiesto de montecristi y la partida de ambos  para ir a luchar por la libertad e independencia de Cuba

“Aunque parezca cuento, lo que en estas páginas se relata es la historia. Sin embargo, el autor deja a los eruditos en la materia el trabajo de situarla en el tiempo. De acuerdo con la edad de quien fue testigo, debió suceder poco después de 1890. Ese testigo, hombre veraz, se llamó don Jaime Sánchez; durante años mantuvo la jefatura política de su provincia, y abandonó su tierra —la República Dominicana— a poco de haber llegado al poder Rafael L. Trujillo, Don Jaime Sánchez, era entonces senador; un hijo de igual nombre, diputado; y a pesar de sus títulos pudo salvar la vida gracias a una fuga dramática en que le acompañó toda su familia. Don Jaime relató tantas veces a hijos y amigos la historia que aquí se cuenta, que su primogénito, Buenaventura Sánchez, de quien la he oído, llegó a repetirla con lujo de detalles. Tal como él la ha dicho —copiando las palabras de su padre, fallecido en el exilio hacia 1940—, se escribe ahora, sin añadir una coma, sin inventar siquiera en el terreno de lo pintoresco, pues hasta las cotorras a que se alude existieron y actuaron como aquí se asegura (Nota de JB).
En Bohemia, Año 39, No.51, La Habana, 21 de diciembre de 1947, pp.74-75.


Barahona, capital de la provincia de su nombre en el ángulo Suroeste de la República Dominicana, es hoy una respetable ciudad, Para los días de esta historia no había nadie allí, sin embargo, que pudiera soñar con la Barahona actual. Cogida entre el Bahoruco altanero y las aguas de la bahía de Neyba, una pequeña lengua de tierra llana, cubierta de cocoteros, daba albergue a cuatro o cinco docenas de bohíos. Sólo una casa había, la de don Carlos Alberto Mota, grande, de madera, con acera alta de ladrillos. Allí estaba el único comercio del lugar, atendido por el propio dueño, hombre austero, morigerado, cuyo prestigio no se discutía entre el Yaque del Sur y la frontera con Haití. Desde la acera de don Carlos Alberto podía verse, a doscientas varas, el pequeño muellecito, una cuantas tablas sobre pivotes de madera que el mecer del mar iba conmoviendo; desde la parte de atrás, dormitorio de la familia, se veía caer sobre la casa la mole del Bahoruco, la vieja montaña cargada de historia y de riquezas, hasta cuyos propios pies llegaban los bohíos que se enfilaban más allá del caserón de los Mota.

Ocurría que por entonces el Bahoruco estaba poblado de cotorras, razón por la cual en cada vivienda de Barahona había una. Así, cuando alguno de los muchachos del lugar, tras otear el horizonte, gritaban volviendo la cara al poblado: “¡Vela, vela!”, si oía en cada bohío la voz chillona de las cotorras repetir, como un eco: “¡Vela, vela!”… hasta que el grito, las mujeres, los niños y los viejos que demoraban en las casas se asomaban a las puertas o buscaban un sitio adecuado para mirar hacia el mar, pues por allí llegaba el único lazo que unía a Barahona con el resto del país y con el extranjero. El camino de tierra hasta la capital, por la costa del Sur, era endemoniado; y en cuanto a la ruta hacia Haití, por el Suroeste, ésa sólo se usaba para negocios, porque la gente de Barahona tuvo en menos siempre volverse hacia Haití, excepto cuando las revoluciones requerían el resguardo de la frontera. Aquel día, cuando la cotorra de la tienda, removiéndose en el aro, repitió la voz de ¡Vela, vela!”, don Carlos Alberto llamó al pequeño Jaime, Jaime era sobrino suyo y sobrino de su esposa, y con el tiempo iba a heredar el prestigio de su tío y padre de crianza. Se trataba de un muchacho inteligente, pero tranquilo y bondadoso, cuyos azules ojos lucían serenos en el peor de los momentos. Metido tras el mostrador, atendía a los vecinos del lugar, a los campesinos que traían café de Bahoruco y compraban telas o jabón, y en las horas tranquilas leían las revistas que don Carlos Alberto recibía de lejanos países o se entretenía escribiendo, en el papel de envolver, con un lápiz de punta tosca que mojaba en la lengua.

Pues bien, don Carlos Alberto llamó a Jaime. Entonces le decían Jaimito, Jaimito Sánchez. Don Carlos Alberto esperaba la Omelia, goleta que hacía la travesía regular entre Barahona y la capital del país.  la señora, a quien la enfermedad de uno de los niños había hecho ir, con todos los muchachos, hacia la lejana y vieja ciudad del Ozama. —Debe ser la Omelia, Jaimito. Vete allá, pregúntale al capitán si trajo la correspondencia —pidió don Carlos Alberto. Con efecto, era la Omelia. 

Desde el muelle se veían su conocido velamen y su casco gris. Jaime esperó. Cuando el barco se arrimaba, el muchacho preguntó a gritos:  —¿Hay cartas para tío, capitán? El capitán dijo que no; pero como tenía que explicar al muchacho las razones de la negativa, le pidió con una señal de la mano que esperara. Entonces Jaimito vio en cubierta al hombre, un sujeto pequeño, más bien delgado, vestido con paño negro y tocado con gorra. El extraño era ligeramente cetrino, de bigote abundante y ojos y pelo obscuros; estaba cruzado de brazos, esperando quizá que dieran fin a las maniobras de atracar, y las pupilas le relampagueaban con una pesada carga de gravedad. Antes de que la Omelia estuviera amarrada, el capitán saltó al muelle para enviar con Jaimito un recado a don Carlos Alberto. Le mandó a decir que no había tenido tiempo de ver a la doña, porque el señor que venía a bordo se había presentado en la goleta, allá; en la Capital, la había fletado y había demandado salida inmediata… —…Sin darme tiempo para nada —explicó el capitán. Jaimito vio al hombre saltar. Parecía muy amigo de mandar, pues empezó a dar órdenes en el acto, y la tripulación tuvo que ocuparse en sacarle la impedimenta, por cierto bastante numerosa para un viajero común.

Por aquellos años empezaban a visitar los puertos pequeños y los poblados mediterráneos del Caribe buhoneros sirios. Iban de casa en casa vendiendo cintas, telas, cadenas y baratijas; llegaban en goletas o a lomo de caballo, siempre rodeados de innúmeros bultos y baúles, y se hacían acompañar por uno o dos muchachos del lugar en cuyos hombros amontonaban el equipaje, que abrían ostentosamente para mostrar sus mercancías. En la República Dominicana les llamaban “turcos”, como les llamaban todavía a los naturales de los países árabes. Para Jaimito, el hombre que acababa de bajar de la Onelia era un turco. Tras una rápida ojeada a los rapazuelos y a los pescadores que contemplaban en silencio la escena, el recién llegado se dirigió a Jaimito. —¿Puedes indicarme dónde vive don Carlos Alberto Mota? —le preguntó.  Jaimito le señaló la casa, cuyo techo de cinc podía verse por entre los cocoteros; después dejó al extraño ocupado con su equipaje y se fue a sus obligaciones.  —Sólo ha venido un turco, y no hay cartas —dijo al tío. Y después pasó a explicarle las causas por las que el capitán no había podido recoger correspondencia ni llevar noticias directas de la familia. Apenas había acabado de hablar, cuando tocaban a la puerta de la sala, una habitación contigua al gran salón donde estaban el mostrador y los paraderos de la tienda. Don Carlos Alberto abrió y Jaimito atisbo un poco: era el turco. Seguramente saldría de allí sin haber logrado nada, porque don Carlos Alberto no iba a hacer el mal negocio de comprarle a un competidor como él. Pero he aquí que el tiempo empezó a transcurrir y el pequeño Jaime, ocupado en atender a los parroquianos, advertía allá en la sala el murmullo de la al parecer entretenida charla que libraban su tío y el turco. Después oyó que don Carlos Alberto ordenaba a la cocinera platos especiales, mandaba arreglar con todo esmero la habitación de los huéspedes y parecía muy orgulloso de tener en su casa al visitante; incluso dirigió él mismo la operación de subir a los altos en que se alojaría el turco —desde los cuales vería a su gusto la montaña donde durante trece años combatió al conquistador el cacique Enriquillo— las numerosas maletas en que, a juicio de Jaimito, había telas multicolores, cadenas, anillos y baratijas.

A media tarde la casa era un hervidero. Los jornaleros y los peones que moraban en el pueblo, los agricultores acomodados, el barbero, los escasos funcionarios del Estado y algunos mozalbetes que devoraban durante horas interminables las revistas y los libros que recibía don Carlos Alberto, pasaban por la acera de la tienda y entraban en la sala. Al parecer iban en pos del turco; y al parecer éste escribía velozmente, acomodado en un rincón, ya que Jaimito oyó a su tío pedir a los visitantes que no interrumpieran a su huésped con tantas preguntas, pues las cartas que iba despachando eran muy importantes y debían salir hacia sus destinos cuanto antes. No, señor Mota, de ninguna manera —atajó el extraño—. Que me hagan cuantas preguntas quieran, aunque esté escribiendo, que puedo contestarlas sin perder el hilo y me complace mucho atender a estos buenos amigos.

Al cabo de tres días, el hombre se marchó. No había salido el Sol. En dirección del poniente, bordeando la enhiesta montaña, iba el extraño personaje, jinete en el caballo preferido de don Carlos Alberto, seguido por un mulo que llevaba la impedimenta y por un peón de confianza que cerraba la marcha montado en una bestia alazana. Mientras la escasa visibilidad se lo permitió, don Carlos Alberto estuvo contemplando a los viajeros; y durante algunos minutos más oyó el ligero trote de las bestias, que debían ir pisando ya el polvo de la salida del pueblo. Aquel a quien Jaimito llamaba para sí el turco, iba camino de Haití; pero excepto don Carlos Alberto y el peón que le serviría de práctico en el laberinto de la sierra, nadie debía saberlo. Pues resultaba que el raro sujeto tenía cosas misteriosas que hacer, y lo mejor era que la gente ignorara su destino. Cuando días más tarde —acaso cinco o seis— don Carlos Alberto pudo decir que el viajero llevaba buen dinero, una suma bastante gruesa que él mismo le había dado. Pero el pequeño Jaime no comprendía cómo hubo de ser así, si el extranjero no dio en cambio sus telas ni sus relojes ni sus cintajos. —Lo que llevaba en las maletas eran documentos —explicó su tío a alguien que le hacía preguntas.

Pues daba el caso de que la gente del lugar seguía hablando de él, y lo hacían con animación y afecto; y don Carlos Alberto, con su rostro serio y bondadoso, explicaba una y otra vez que el personaje había conocido en la travesía New York-Santo Domingo a su hermano Antonio Mota; quien la gorra con que había llegado a Barahona era de Antonio, quien se la había dado a raíz de haber perdido su sombrero el recién conocido; que Antonio le había dado una carta de presentación para él, para don Carlos Alberto, y que…  —…¡Cosa curiosa! —comentaba, con los ojos puestos en la lejanía—  …En el momento en que tocaron a la puerta yo estaba leyendo un artículo en esa revista que acababa de recibir —y señalaba la revista—. Justamente, aquí está el artículo —decía tomando el mensuario y doblándolo— ¡Figúrense mi sorpresa cuando empecé a leer la carta de presentación de mi hermano Antonio y vi que quien me la traía era justamente él, el autor de esas páginas admirables!  Don Carlos Alberto dejó la revista sobre el mostrador. Entonces, el pequeño Jaime, que después contaría infinidad de veces esta historia, acudió a la revista, y como ya sabía leer “de recorrido”, aprendió, viéndolo allí, que el turco se llamaba… Se llamaba, simplemente, José Martí…




Comentarios

Entradas populares de este blog

Leer a los clásicos nos hace más inteligentes

Después de la tormenta

Luperón un hombre excepcional.