Testimonio de Juan Bosch / Rafael Tomás Fernández Domínguez


Oleo del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, pintado por Miguel Nunez



Yo conocí al coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez en el ensanche Ozama, una noche de fines de octubre o principios de noviembre de 1962. Nos reunimos él, llevado por Martín Fernández, hermano de su esposa Arlette, un hermano del coronel y el Lic. Silvestre Alba de moya. En esos días Fernández Domínguez no tenía aún el grado de coronel, y debo repetir esta noche que inmediatamente después de esa reunión les dije a varios miembros de la dirección del Partido Revolucionario Dominicano, entre los cuales algunos deben recordarlo: que Rafael Tomás Fernández era el dominicano que más me había impresionado después de mi vuelta al país. Me impresionó su integridad, su firmeza, que se veía a simple vista como si aquel joven militar llevara por dentro un manantial de luz.


Fernández Domínguez se comportó esa noche muy discretamente; apenas habló. Por lo demás, según pude apreciar después, él no era parlanchín, sino más bien dado a oír cuidadosamente lo que se le decía y analizar lo que oía, Esa noche me preguntó qué pensaba yo de lo que debería ser un ejército. Observen que no me preguntó cuál era mi concepto de las Fuerzas Armadas Dominicanas, sino de lo que deberían ser las Fuerzas Armadas de un país como la República Dominicana, y le di mi opinión.


Aquella noche tanto él como yo estábamos seguros de que a mí iba a tocarme la pesada responsabilidad de iniciar la etapa democrático constitucional de la vida dominicana. Así sucedió, y cuando volvimos a vernos yo era Presidente de la República. En esa segunda ocasión me pidió una entrevista que celebramos en mi casa, y en esa oportunidad me preguntó cuándo pensaba yo poner en práctica las ideas de que habíamos hablado acerca del tipo de ejército que debía tener nuestro país.


En este momento no puedo recordar con precisión si la próxima vez que nos vimos fue estando el coronel Fernández Domínguez en Constanza, donde daba un curso de antiguerrilla, o si nos vimos en el despacho que yo ocupaba en el Palacio Nacional; lo que sí puedo asegurar es que la tercera o cuarta de las entrevistas se llevó a cabo en el despacho presidencial y en horas de la noche. En esa ocasión él insistió de nuevo en la necesidad de hacer un plan para organizar el ejército dominicano como él creía que debía organizarse y como yo le había dicho que debía hacerse.


En esa entrevista le pregunté su opinión acerca de la oficialidad joven; le pedí que me dijera si creía que sobre esa oficialidad joven podría edificarse un ejército de tipo moderno, respetuoso de la Constitución, cuyos hombres no tuvieran intenciones de dedicarse, mientras llevaran el uniforme, a actividades que no tenían nada de militares. Al responderme, Fernández Domínguez mencionó nombres de unos cuantos oficiales y me dijo que el país podía contar con ellos; además, me dio el de un oficial que se hallaba fuera del país, a quien consideraba como el líder natural de esos jóvenes oficiales que me había mencionado y como la persona que debía encabezar la tarea de renovación de las Fuerzas Armadas.


Algunas de las personas con quienes él habló de esas entrevistas conmigo debió cometer una indiscreción, y lo creo porque pasado cosa de un mes no volví a ver a Fernández Domínguez, y como quería saber de él pregunté dónde se hallaba, a lo que se me respondió que estaba viajando por Argentina, lugar adonde lo habían enviado sus jefes militares sin informárselo al comandante en jefe, que era el Presidente de la República. Así pues, lo habían mandado bien lejos a cumplir una misión que yo desconocía, y en esa misión debió tardar por lo menos dos meses, si no más; y digo que dos meses, sino más, porque me parece recordar que cuando volvió al país estábamos ya en el mes de agosto. Al llegar me lo hizo saber, yo lo mandé a llamar y fue a verme a casa, también de noche.


Yo quería hablar con él de los planes para la reorganización de las Fuerzas Armadas y me dijo que le parecía conveniente esperar la llegada al país del oficial a quien consideraba como líder natural de la oficialidad joven, y decidí esperar; y así fue como pasaron los últimos días de agosto y muchos de septiembre hasta que llegó el día 24 de ese mes.


Fue en horas de la tarde de ese día cuando me enteré de que había un golpe militar organizado para estallar en la noche, y le pedí al jefe del Cuerpo de Ayudantes, el coronel Julio Amado Calderón, cuyo nombre puedo mencionar porque ya no está en las filas del ejército, que localizara al teniente coronel Fernández Domínguez, y una hora y media después del coronel Calderón me dijo que no se hallaba en la ciudad y que según los informes que le habían dado estaba en Cotuí donde un alto oficial de la policía tenía una propiedad. En el acto le ordené al coronel Calderón que mandara a buscar de la manera que fuera necesaria al coronel Fernández Domínguez, quien se presentó en mi casa a las diez de la noche.

Hablé con el coronel Fernández Domínguez en presencia del coronel Calderón y le informé de lo que estaba sucediendo; le dije que debía movilizar inmediatamente a los oficiales en quienes él tenía confianza, que yo me iría al Palacio Nacional, que no iba a ir a ningún otro sitio, que no me asilaría en ninguna embajada, que en el Palacio Nacional estaría, vivo o muerto, esperando que él actuara.

Esa noche, a eso de las 2 de la mañana, se produjo el golpe. Yo quedé preso con Molina Ureña, que está aquí presente esta noche. El Dr. Molina Ureña logró salir de Palacio disimulando, después de haber comprobado que todos l os esfuerzos que yo hacía para comunicarme con alguien en la calle eran inútiles, y allí estaba cuando uno de los ministros, que era familiar del coronel Fernández Domínguez por vía política, el Lic. Silvestre Alba de Moya, recibió la visita de su señora, quien llegó en horas muy tempranas del día 25 con un mensaje del coronel Fernández Domínguez.

Ese mensaje era el siguiente:
Estamos listos para asaltar el Palacio Nacional, somos doce oficiales nada más pero cumpliremos nuestro deber. Pedimos, sin embargo, que se le informe al Partido Revolucionario Dominicano, a fin de que desate una huelga general.

Con la misma persona que había llevado el mensaje la señora del ministro Alba de Moya, le mandé decir al coronel Fernández Domínguez que un ataque hecho al Palacio Nacional con doce hombres era un suicidio, que esa acción no conduciría a nada positivo, pero no quise referirme a su solicitud de pedirle al PRD que desatara una huelga general, cosa que no podría llevarse a cabo porque el PRD no tenía contactos ni la autoridad necesaria sobre las pocas organizaciones obreras que había entonces en el país.

Unos días después fuimos sacados al país en un barco de la Marina de Guerra Dominicana doña Carmen y yo, y se nos dejó en un puerto de las Antillas francesas, en el Guadalupe, adonde el barco entró sin solicitar siquiera autorización para hacerlo. De ahí pasamos a Puerto Rico y estando en Puerto Rico llegó allí el coronel Fernández Domínguez, que había sido enviado a España como agregado militar de la Embajada dominicana en Madrid. En los pocos días que pasó aquí antes de ser nombrado agregado militar de la Embajada dominicana en Madrid. En los pocos días que pasó aquí antes de ser nombrado agregado militar en España, el joven teniente coronel había organizado un grupo de oficiales constitucionalistas que se convirtió en el núcleo central del movimiento, llamado a estallar el 24 de Abril de 1965, pues Fernández Domínguez fue fundamentalmente eso: el creador del Movimiento Militar Constitucionalista que iba a iniciar la Revolución de Abril.

En esa ocasión, cuando él iba hacia España, estuvimos hablando de la situación política del país y de lo que él había dejado hecho en el país y de lo que se propuso llevar a cabo sin éxito a finales del año 1963. Desde España mantuvo el contacto con sus compañeros y volvió a Puerto Rico tal vez en septiembre o en octubre de 1964; tal vez en noviembre, y no mucho más allá porque me parece recordar que en diciembre fue varias veces a casa acompañado de Arlette, su joven y fina esposa.

Quiero aclarar en este momento en que me toca decir cosas desconocidas del pueblo dominicano, que la Revolución Constitucionalista no habría podido hacerse si no hubiera comenzado con el levantamiento de una fuerza militar considerable, no tanto por su número como por su decisión y por su convicciones políticas de defensora de la constitucionalidad; y ese levantamiento fue la obra de Rafael Tomás Fernández Domínguez. El fue no solamente el que encendió la chispa histórica de Abril de 1965, sino además el que había constituido la base de ese hecho y el que mantuvo encendida la llama de la fe de un grupo de militares desde España y el que le dio el toque final a su obra cuando vino al país en diciembre de 1964 cumpliendo una misión que yo le había encomendado.

El coronel Fernández Domínguez tenía dos de las condiciones que trae al mundo todo aquel que tiene de manera natural las condiciones del líder; primero, era un hombre decidido a jugárselo todo en cualquier momento, y en segundo, tenía el don de conocer a los hombres. Estando en Puerto Rico en esos meses finales de 1964 me decía que el movimiento militar se aceleraría si se podía sumar a él al coronel Francisco Alberto Caamaño, de quien decía que tenía dos condiciones que él podía garantizar: su lealtad a cualquier causa a la que se uniera y un valor que no reconocía límites.

Al volver a Puerto Rico de ese viaje que hizo al país en diciembre de 1964, el joven inspirador y líder del Movimiento Constitucionalista me contaba que en una reunión que tuvo con el coronel Caamaño él le invitó a unirse al grupo que había dejado formado y que el coronel Caamaño le preguntó cuál era la razón de que él le propusiera tomar parte en el levantamiento que se proyectaba, a lo que el coronel Fernández Domínguez respondió: “Porque Ud. es un hombre honesto”.

Esa respuesta del coronel Fernández vino a coronar una actitud que el coronel Caamaño estaba adoptando, para decirlo de alguna manera, desde poco después del golpe, especialmente desde que se dio cuenta de que entre los militares golpistas había muchos que se habían dedicado a actividades no militares. Y efectivamente, tal como lo había esperado Fernández Domínguez, el coronel Caamaño quedó comprometido en el movimiento y cuando éste estalló tres meses o tres meses y medio después de la visita del coronel Fernández Domínguez, al coronel Caamaño le tocó encabezar ese movimiento como su jefe militar.

Lo que hizo aquí el coronel Fernández Domínguez llegó a conocimiento de algunos de sus superiores porque esos jefes no tardaron en nombrarlo agregado militar dominicano en Chile. Fue en Chile donde él entró en contacto con el poete Manuel del Cabral, que vivía en esos días en aquel país y está aquí con nosotros esta noche para testimoniar acerca de lo que él conoce de las actividades del coronel Fernández Domínguez mientras vivió en Chile. Al pasar para Chile, Fernández Domínguez y yo acordamos una clave para escribirnos y en la exposición de documentos que se presenta en la entrada de este edificio hay algunas copias fotostáticas de las comunicaciones que mantuvimos mientras él se hallaba en Chile y aquí iba creciendo, desarrollándose, el movimiento que él había organizado, hasta que produjo el estallido del 24 de Abril.

Todavía no sé cómo fue posible que el coronel Fernández Domínguez volara de Santiago de Chile a Puerto Rico tan de prisa como lo hizo a tal punto que su llegada a mi casa me sorprendió y no puedo precisar ahora si esa llegada tuvo lugar el 26 ó el 27 de abril (posteriormente su viuda me aseguró que había sido el 26), pero es el caso que él estaba allí, en Puerto Rico, el día desgraciado en que pisaron tierra los infantes de marina de Lyndon Johnson; y digo que fue desgraciado porque lo fue para mí, que me sentí directamente responsable porque si hubiese sospechado en algún momento que los infantes de marina, soldados del mismo cuerpo de las fuerzas militares norteamericanas que estuvo abusando en este país de su poderío ocho años, de 1916 a 1924, iban a retornar otra vez en son de ocupantes armados como consecuencia del levantamiento constitucionalista del 24 de Abril, no me hubiera puesto a trabajar ni siquiera media hora para que se produjera ese levantamiento porque es preferible para cualquier dominicano, y para cualquier ciudadano de un país débil, pequeño y pobre como el nuestro, tener un tirano de su propio pueblo que tener un salvador extranjero.

En ese momento tengo presente al coronel Fernández Domínguez de pie ante mí en la casa que nos había prestado en San Juan de Puerto Rico un amigo (José Arroyo Riestra) donde recibíamos a los periodistas que llegaban de todas partes, y especialmente de los Estados Unidos, y las llamadas telefónicas de muchos puntos del mundo, porque desde México, desde Montevideo, desde Londres, París y Canadá o Santiago de Chile llamaban periodistas que pedían declaraciones e informaciones acerca de ese acontecimiento tan increíble como era el envío de la infantería de la marina norteamericana para aplastar con tanques y aviones una revolución democrática, porque ésa era una revolución que estaba haciéndose dentro de los límites de la llamada democracia representativa o burguesa.

Tal vez la suerte de la República Dominicana, que ha sido muy mala durante largos años pero que no puede ser siempre mala (y la suerte, como dijo el padre del materialismo dialéctico, es una categoría histórica que hay que tomar en cuenta); tal vez la suerte de la República, repito, quiso que esa revolución fracasara porque a partir de ese fracaso todos los dominicanos sabemos que la próxima revolución de este país no puede ser democrática.

Cuando recuerdo aquel barullo de personas, de noticias, de informes, veo allí, siempre delante de mí, al coronel Fernández Domínguez, y al lado de él a Arlette Fernández. Debo hacer un pequeño paréntesis para decir que Fernández Domínguez fue afortunado en varias cosas. Los griegos de la edad heroica, de la edad de Pericles, decían que los amados de los dioses mueren jóvenes, y Rafael Tomás Fernández Domínguez tuvo la fortuna de morir joven como para que pudiéramos recordarlo en la flor de su vida, pero también tuvo la fortuna de tener una compañera de la cual él se sentía justamente orgulloso, pero se sentiría más orgulloso todavía si pudiera saber que este acto en que se le rinde homenaje ha sido la creación de esa compañera que estuvo a su lado en la lucha de aquellos años y sigue estando a su lado y al lado del pueblo.

Probablemente el tercer día después de su llegada a San Juan Puerto Rico, o sea cuando iba terminando el mes de abril, le dije al coronel Rafael Fernández Domínguez que había una persona que podía traernos a Santo Domingo en un avión y le di su nombre y su dirección. Ese avión tendría que salir de Puerto Rico clandestinamente porque yo estaba atrapado en territorio norteamericano y no iba a poder salir en forma legal hacia la República Dominicana donde al poner pie volvía a ser automáticamente el presidente constitucional, y además, si venía por el aeropuerto de la Capital me cogían ahí las fuerzas de San Isidro. El coronel Fernández Domínguez se fue a ver a esa persona; entre los dos visitaron varios lugares desde los cuales el avión podía salir de noche, de manera clandestina, con la seguridad de que no iban a sorprenderlos ni al piloto ni a él ni a mí. El se encargó de arreglar las cosas de forma que pudiéramos llegar o a Neyba o a Constanza… .

El piloto que debía traernos al país no podía arriesgarse a salir sino era de un sitio que le sirviera de aeropuerto, y buscando ese lugar pasaron dos días, tres días, cuatro días. Al cuarto día se recibió la noticia de que la persona en quien el coronel Fernández Domínguez confiaba que nos garantizaría el aterrizaje en Neyba ya no estaba en Neyba porque había sido detenida y traída a la Capital, y no fue posible establecer contacto con alguien que pudiera esperarnos en Constanza. En ese punto el piloto nos hizo saber que no había posibilidades de hacer el vuelo saliendo de Puerto Rico.

A San Juan de Puerto Rico habían llegado el general Rodríguez Echavarría, que había sido secretario de Estado de las Fuerzas Armadas en el gobierno del Dr. Balaguer, el que había terminado en enero de 1961; y en ocasión en que fui con el coronel Fernández Domínguez a un sitio donde se había montado una estación de comunicación con el país, se encontraron allí Fernández Domínguez y Rodríguez Echavarría.

Debo aclarar que la comunicación entre Puerto Rico y Santo Domingo era telefónica, pero algunas de las personas que trabajaban en las compañías telefónicas de los dos países facilitaban la conexión para que no pudieran tomarse las comunicaciones y ni siquiera quedaban registros de las llamadas.

Cuando se dio el golpe que derrocó ese gobierno del Dr. Balaguer, dos oficiales del ejército fueron a detener al general Rodríguez Echavarría, y uno de ellos era Fernández Domínguez, que entonces tenía el grado de mayor. El general Rodríguez Echavarría me había contado en el año 1964 que cuando esos dos oficiales fueron a detenerlo, él le había dicho al de mayor graduación: “¡Muchacho, ten cuidado con esa ametralladora, que se te puede zafar un tiro y matarme!”; y agregó: “Pero cuando le vi los ojos a Rafaelito me di cuenta de que él era el que iba a matarme si yo no me daba preso”. 

Por cierto, una noche en que se hallaba en casa, allá en Puerto Rico, acompañado de Arlette, estuvimos hablando de los acontecimientos políticos dominicanos, cuando yo explicaba el origen de la campaña que se había hecho, Fernández Domínguez me miró, con aquella mirada a la vez iluminada y triste que tenía, y me dijo: “Profesor, cómo nos engañan”; y dos días después pasó por casa en horas de la mañana y lo único que dijo en esa ocasión fue que los oficiales militares deberían estudiar política, opinión que relacioné con la frase que me había dicho hacía dos noches: “Profesor, cómo nos engañan”.

Cuando llegué con Fernández Domínguez al sitio donde se hacían las comunicaciones con Santo Domingo encontré allí al general Rodríguez Echavarría, y en el acto les pedí a él y a Fernández Domínguez que se saludaran como compañeros de armas y olvidaran el pasado. El coronel Fernández Domínguez, que sabía mandar porque sabía obedecer, se cuadró, saludó, a lo que respondió en igual forma el general Rodríguez Echavarría, y ambos se dieron las manos y sin hablar una palabra del pasado volvieron a actuar juntos en los episodios en que les pedí que lo hicieran. Por ejemplo, los dos fueron a Venezuela, hacia donde los mandé a hacer una gestión, que era la de conseguir la manera de salir ellos y yo desde ese país hacia Santo Domingo, para lo cual le llevaron una carta mía al presidente de Venezuela, Raúl Leoni, que era un amigo mío de muchos años. Esa gestión terminó en un fracaso porque el presidente Leoni dijo que él no podía dar su consentimiento para que se hiciera ese viaje. A ese fracaso se debió que el coronel Fernández Domínguez no pudiera llegar al país antes de lo que llegó.

Debo aclarar también que aun antes de que Rodríguez Echavarría y Fernández Domínguez volaran a Venezuela yo me había convencido de que no iba a ser fácil mi vuelta a la República Dominicana porque el poder norteamericano haría lo imposible para impedirlo a menos que yo aceptara volver para actuar bajo sus órdenes, y por esa razón había resuelto, llamar por teléfono al cuartel general del Movimiento Constitucionalista para pedir que se estableciera un gobierno revolucionario encabezado por el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó. Con quien se hizo la comunicación en ese momento fue con Héctor Aristy, que está hoy en el destierro y cuando Aristy le hizo saber al coronel Caamaño lo que yo decía, el coronel Caamaño respondió que él no podía aceptar eso, que ellos estaban participando en la Revolución para cumplir con un deber y no porque anduvieran detrás de posiciones. Entonces yo pedí que el coronel Caamaño cogiera el teléfono y le dije: “Coronel, yo no lo estoy consultando; le estoy dando una orden, la de que asuma la presidencia del gobierno revolucionario”, a lo que el coronel Caamaño respondió diciendo: “Si se trata de una orden, la cumpliré lo mejor que pueda”; y a seguidas pedí que Héctor Aristy tomara de nuevo el teléfono y le di la lista de los miembros del Gabinete, que encabecé con el del Ministro de las Fuerzas Armadas y seguí con el del ministro de Interior y Policía; y al decir: “Ministro de Interior y Policía”, el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez éste, que se hallaba a pocos pasos de mí, me hizo una seña con la mano indicándome que no aceptaría ese cargo; pero yo seguí dando la lista de los ministros y así se formó el gobierno del coronel Caamaño, y así vino a quedar ese gobierno con el ministro de lo Interior y Policía en Puerto Rico y no en Santo Domingo, que era donde debía estar.

(Ahora debo intercalar en estas breves noticias que di en el acto de homenaje al fundador del Movimiento Constitucionalista, que se celebró al conmemorarse el decimocuarto aniversario de su muerte, el episodio de su llegada al país, a lo cual no me referí en esa ocasión. Lo hago porque debo explicar por qué razón ese soldado de la lucha imperialista, que cayó víctima de las balas norteamericanas, vino a la República Dominicana en un avión militar de los Estados Unidos. Con la excepción de una parte de la Capital de la República, todo el territorio dominicano se hallaba controlado por las tropas yanquis o las dominicanas que estaban bajo sus órdenes, de manera que no había manera de llegar al país, pero se presentó una oportunidad que no podía ser desperdiciada. Acosado por la opinión pública de los Estados Unidos y también extranjera, el gobierno de Johnson decidió negociar con el de Caamaño para formar un gobierno de transición que sustituyera al Constitucionalista y al llamado Reconstrucción Nacional, que había inventado Johnson y servidores del Departamento de Estado. Para esa negociación vinieron al país McGeorge Bundy, que era ayudante especial de Johnson para asuntos de seguridad nacional; Cyrus Vance, el mismo que es secretario de Estado de Carter, y no sé que otras personas. Esos dos y Harry Shlauderman, que había sido secretario político de la embajada norteamericana, viajaron a Puerto Rico para entrevistarse conmigo a fin de discutir la posibilidad de que el gobierno de transición estuviera encabezado por Antonio Guzmán, el actual presidente de la República. En la reunión estuvieron presentes el propio Antonio Guzmán y Jaime Benítez, rector de la Universidad de Río Piedras, y yo le pedí a Shlauderman un puesto para el coronel Fernández Domínguez en el avión en que ellos, con la excepción del rector Benítez, volverían a Santo Domingo. Cuando le comuniqué a Fernández Domínguez esa decisión mía me dijo que él no podía llegar al país en un avión de las fuerzas invasoras; entonces le expliqué que él debía hacer ese viaje porque yo no podía usar como mensajero ante el presidente Caamaño a don Antonio Guzmán; el que tenía que llevarle mensaje al coronel Caamaño debía ser tercera persona y sólo podía y debía ser él, que era miembro del gobierno Constitucionalista en su condición de ministro de Interior y Policía; y por último le dije: “Si Ud. puede utilizar las armas del enemigo para derrocarlo, ¿se negaría a hacerlo?. Al oír esas palabras esbozó una sonrisa y respondió: “Está bien, señor. ¿A qué hora es la salida?).

El día 19 recibí una llamada desde aquí, desde Santo Domingo, y con ella la noticia de que el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez había sido muerto por balas norteamericanas. Eran algo más de las 12 de la noche y yo me sentí sacudido de adentro afuera. Para mí lo que había caído en tierra dominicana no era un hombre, era una estrella; y no lloré porque en las horas de adversidad los hombres que tienen responsabilidades no pueden llorar. Pedí que se le rindieran honores de general muerto en campaña; después cerré el teléfono y estuve un rato concentrado en mí mismo; luego lo levanté para llamar a Arlette, pero no lo hice. Fue en la mañana del día siguiente cuando hablé con ella y le comuniqué que su marido, tan joven y tan gallardo, había muerto en Santo Domingo.

Le transmití esa noticia con dolor, pero sin pena. No me sentía apenado porque sabía que para Rafael Tomás Fernández Domínguez la carrera militar no significaba ningún privilegio sino una oportunidad que le había brindado el destino y que él aprovecharía a fondo para servirle a su patria. Y me satisface decir esta noche, con la presencia de todos ustedes aquí, que los hombres que saben entregarse a la causa de su pueblo como lo hizo él, no merecen lágrimas; que su caída es un tránsito hacia la inmortalidad, desde l a cual los hombres como él le sirven a su pueblo mejor aún que estando vivos.


Santo Domingo, D. N.
Mayo 19, de 1979.

Ver también en: domingo.com
Domingo/La Revista





  

    



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