El capitalismo ha optado por el fascismo
Aunque haya desaparecido casi de los planes de estudio y en muchos ambientes se le considere algo del pasado, Karl Marx sigue vigente, y no hay más que ver lo que está ocurriendo en el planeta para saber que la lucha de clases -pese a que la conciencia de pertenecer a una sólo la mantienen los ricos- sigue siendo tan real como lo fue cuando Marx desarrolló sus teorías.
Creo que es difícil negar que el sistema democrático nacido tras la II Guerra Mundial al calor de la derrota del fascismo y de la Guerra Fría, entró en franca decadencia tras la disolución de la Unión Soviética, no porque la URSS continuase siendo un modelo, una aspiración, un referente para los trabajadores del mundo, sino porque su poder bélico, su competencia por la hegemonía mundial tenía entretenidos a los estrategas de Occidente en procurar su colapso, paso imprescindible para después acometer la laminación de los derechos políticos, económicos y sociales adquiridos por los trabajadores de Europa Occidental.
¿Qué ha ocurrido después? ¿Qué ha pasado para que los combativos trabajadores de los años cincuenta, sesenta y setenta se hayan convertido en corderitos mansos que se dedican a sacar brillo al matadero donde después serán sacrificados? ¿Qué, para que la burguesía progresista se haya tornado conservadora, acomodaticia, temerosa y fraccionaria? No sé si seré capaz de explicarlo, pero vamos a intentarlo.
Desde principios de los ochenta, cuando en la mayoría de Europa se habían conseguido niveles de bienestar considerables, comenzó un periodo de aburguesamiento acrítico creciente - el aumento del nivel de vida no fue acompañado por un crecimiento similar del nivel de cultura- que coincidió con la derechización progresiva de los partidos que hasta entonces habían representado a las clases trabajadoras. Como dice Naomi Klein, fue durante esa década que se impuso en toda Europa, y en todo el mundo, la idea de que la única política económica factible era la ultraliberal que habían diseñado y experimentado en Chile Milton Friedman y sus discípulos con la previa intervención armada de Estados Unidos. La izquierda admitió que no había alternativa, que el monetarismo y las políticas de austeridad, que la eliminación de la progresividad fiscal, que las privatizaciones de los servicios públicos, que el achicamiento del Estado hasta reducirlo a un mero policía al servicio de los intereses de las clases pudientes, formaban también parte de su programa de gobierno, de su manera de manejar la cosas del común. Esa política terrible, comenzó a tener resultados funestos a partir de la crisis de los noventa, pero catastróficos después de la crisis de 2008, cuando millones de personas vieron que no tenían ningún medio para acceder al mundo laboral, cuando millones de personas cualificadas comprobaron que tampoco la cualificación les daba pasaporte para ese mundo, cuando los habitantes de los países más explotados y pobres de África y Asia vieron por la televisión y por internet que por estos lares la gente vivía -eso creían y creen, qué pena- infinitamente mejor y se decidieron a dejar el valle de lágrimas aunque fuese a bordo de una barca neumática cargada con cien de los suyos.
La aceptación por parte de los partidos de izquierda con posibilidad de gobernar de políticas y hábitos que no le eran propios por mor del pragmatismo, de la política de lo posible, la consideración del ejercicio de la política como un triunfo, un premio personal, y no como una dedicación al interés general, fue creando una desafección creciente en una ciudadanía que había conseguido ya muchos derechos y que empezó a ver que nadie los defendía con la contundencia necesaria, que lo que llamaban reformas no eran tales sino contrarreformas encaminadas a disolver esos derechos en favor de los más pudientes. Las sucesivas crisis económicas contribuyeron a dejar a capas de la población cada vez mayores fuera del sistema, viviendo de sus migajas, sobreviviendo de mala manera, y, por primera vez en mucho tiempo, temiendo al futuro, al propio y al de sus descendientes. Si las políticas desarrolladas por un partido democristiano incidían muy negativamente sobre la mayoría de la población, las implementadas por los partidos socialdemócratas no servían para paliar los daños hechos por aquellas, antes al contrario, en muchos casos, las profundizaban aunque para disimular ampliasen tímidamente las coberturas sociales. Claro, si las alternativas de gobierno, de políticas económicas se reducen a lo epidérmico, si partidos en teoría antagónicos son capaces de formar gobiernos de coalición, si nadie se preocupa por lo que pasa a los más desfavorecidos, éstos, cada vez más embrutecidos por las políticas educativas y los medios audiovisuales, optan por tirarse al monte, y es entonces cuando surge masivamente lo que Marx denominó lumpen-proletariado, una clase que no tiene conciencia de tal y que se siente cómoda al lado de los poderosos, esperando un retal de su magnanimidad, una clase que está compuesta por excluidos, marginados y empobrecidos, pero también por burgueses que temen y recelan de los poderes que han cercenado sus aspiraciones de ascenso y las de sus hijos. En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, escribía Marx: “Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpenproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre, Sociedad de beneficencia en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora...”. Sustituyamos algunos de los oficios mencionados por Marx por otros actuales, que exijan mucha o poca cualificación, y veremos que nadie está seguro, que el mérito importa poco y que una mayoría notable piensa que el único futuro está en arrimarse al que más tiene, en buscarse la vida por su cuenta por el medio que sea, nunca junto a los suyos, unidos contra el abuso y la explotación.
Siguiendo a Marx, escribía Gramsci que además de esos factores, para que triunfase el fascismo era imprescindible que se hubiese llegado a una “crisis de hegemonía”, es decir a la pérdida de confianza de los gobernados en la burguesía que detenta el poder, hecho que llevaría a muchos gobernados a creer en las soluciones personales, en el hombre providencial, en el bruto, en el macho alfa que, paradójicamente, terminará siendo su verdugo. Si a eso añadimos el temor cateto y patético de muchas pueblos a perder sus señas de identidad, de ser agredidos en sus esencias inmaculadas, de estar en vísperas de una invasión como aquellas que protagonizaron los bárbaros, más la corrupción creciente en muchos países, tenemos el campo sembrado para el fascismo, que es la máxima expresión del capitalismo.
No nos engañemos, el fascismo no está por venir, ya ha llegado. En la mayoría de los países de Europa amenaza con tomar los gobiernos -el poder económico nunca lo perdió-, en Italia manda un fascista, en España tenemos dos partidos de extrema derecha y uno residual que responde al nombre de Vox, en Reino Unido al líder del Brexit, en los países del Este fascistas en Polonia, Ucrania, Hungría y las Repúblicas Bálticas, en Estados Unidos a Trump, en Argentina a Macri, en Rusia a Putin, y en Brasil a esa bestia llamada Bolsonaro. Estamos en estado de máxima alerta, en las vísperas de tiempos horribles. Sólo cabe enseñar los dientes, y si es preciso, morder. Si esas bestias ven que enfrente no hay nadie, arrasarán con todo, y no será dentro de treinta años, lo veremos en nada.
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